En mi breve caminata, subo y bajo elevadores. El portero de la entrada —un hombrecillo en su pequeña caseta, con el rostro enrojecido y ansias de imponer autoridad— me observa. Le doy las buenas noches, con un intento de cordialidad. A las siete salgo a comprar mis cigarros Chesterfield. Las banquetas húmedas sienten el peso de mis pasos, marcados, casi militares. La calle parece tener memoria. ¡Si pudiera hablar, cuánto contaría de los pasos que ha soportado!
Camino en silencio. Un silencio solitario que me envuelve. El humo comienza a filtrarse en mi piel mientras pienso en aquellas muchachas que observan, fascinadas, cómo un hombre fuma; cómo sostiene el cigarrillo, cómo exhala.
Ah, el erotismo del humo… y ese cielo, tapizado de diminutas estrellas que apenas se dejan ver.
La noche arde. La noche quiere devorarlo todo.
