sábado, junio 28, 2014


Máscaras de diablo

Una tarde, al llegar a casa la madre de un amigo que había invitado, antes de que partieran, mi padre la invitó a mostrarle su colección de pinturas, muchas de ellas de su autoría. Pintar era un hobbie que tuvo en sus mejores épocas. La casa: los planos y el inmueble que él mismo fue construyendo poco a poco; los canarios que no dejaban de cantar, las palomas blancas. Primero todo era baldío. Después, unos cuantos ladrillos. Y de ladrillo en ladrillo se hizo la luz, pasados diez años de sigilosa y paciente construcción. Él quiso siempre ser arquitecto, pero mi abuelo, un médico modesto originario de Jalisco, no tenía la plata suficiente para que su hijo mayor viajara a Guadalajara -qué ironía-, una de las pocas ciudades mexicanas que en esos tiempos contaba con dicha facultad. Mi padre, como buen anfitrión, siguió dándole un recorrido a la señora, mostrándole un mueble especial para las copas con los amigos. Dentro no escapaba una botella de bacanora, un Whisky y unos cuantos caballitos para el tequila. Recorrimos el jardín. Finalmente los tres subimos al segundo piso. Le mostró la biblioteca; una biblioteca amplia con una pequeña sala de silloncitos cafés. Libros nuevos y también viejos, de esos que huelen a sabiduría. Notario de profesión, maestro recto de las leyes, abundaban en ella libros de jurisprudencia, ensayo, cine y un poco de literatura. Y en un pequeño desnivel le mostró sus enciclopedias, sus libros de pinturas. Recorrimos toda la casa grande. Hasta que en el tercer piso, mi padre, sin mala fe y con ansias de difundir el arte a los ojos de quienes no son precisamente devotos de éste, le mostró su colección de máscaras de diablo. La joven mujer, que no pasaba de los treinta, casi se desvaneció al ver semejantes máscaras malvadas. Casi lloraba. Casi se desvanecía. ¿Habrán sido sus propias máscaras, esas bien guardadas en el alma, las que la hicieron huir? Mi amigo no volvió a visitarme.

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